EL FUSILAMIENTO DEL GRAL. MANUEL PIAR
En Angostura, el Capitán Pulido
tuvo que pasar por el amargo y doloroso deber de ser Secretario del Consejo de
Guerra en contra del General Manuel Piar
y leerle la sentencia tomada por el tribunal, tanto en la corte como ante el pelotón de
fusilamiento. Recordemos que el General Piar fue juzgado por un tribunal
militar en Angostura por cargos de “rebeldía, insubordinación y resistencia al
arresto”.
Pulido hace mención en algunas de
sus cartas sobre este desgraciado momento, del cual fue participe y donde se
juzgo a su amigo y héroe de la
Batalla de San Félix: “Yo entonces era Capitán ascendido en
Barcelona, en el año 16, por el mismo General Piar, de la primera compañía del
batallón de aquel nombre que pareció en el segundo asalto de la
Casa Fuerte de aquella ciudad, de donde me
salve de milagro, en abril de 1817, y me reuní con el Ejercito Libertador en
las misiones de Guayana, donde se me destino a mandar la primera compañía de
“Cazadores de Honor”, al mando del coronel Espinosa, y por estar de secretario
de aquella causa, no puede con mi cuerpo a la Hogaza, donde pereció todo el”.
Pero dejemos que sea el propio
Capitán Pulido quien nos “relate” esta ingrata experiencia. Especialmente
aquella escena, al final del juicio, tan penosa como escalofriante: Cuenta que
al leérsele, por tres veces, la sentencia de muerte, el valiente y siempre orgulloso General Piar,
reaccionó de un modo inesperado. Al llegar al concepto de ser pasado por las
armas, se paró, gritó, rasgó la camisa, tomó el lente que cargaba colgando del
cuello y cayó diciendo: “me dejan
sacrificar”. Inmediatamente, dice el Capitán Pulido, Piar fue ayudado por
el General Soublette y otros oficiales quienes “lo consolaron, recordándole la serenidad que siempre había mantenido,
hasta en los momentos más difíciles de la guerra”. La segunda lectura de la
sentencia la realizó Pulido en el sitio del fusilamiento. La leyó de nuevo y se
retiró luego “sin ver otra cosa”.
En sus palabras, Pulido
dice: “El General Piar murió en la plaza
de Angostura, a 16 de octubre de 1817. Yo, el infraescrito Secretario, doy fe
que en virtud de la sentencia de ser pasado por las armas, dada por el Consejo
de Guerra, S.E. el General Manuel Piar y aprobada por el S.E. el jefe Supremo (Bolívar),
se le condujo en buena custodia dicho día a la plaza de esta ciudad, en donde se
hallaba el señor General Carlos Soublette, Juez Fiscal en este proceso, y
estaban formadas las tropas para la ejecución de la sentencia, y habiéndose
publicado el bando por el Señor Juez
Fiscal, según previene las ordenanzas, puesto el reo de rodilla delante de la
bandera y leídosele por mí la sentencia
en alta voz, se pasó por las armas a dicho Señor General Manuel Piar, en el
cumplimiento de ella, á las cinco de la tarde del referido día; delante de cuyo
cadáver desfilaron en columna las tropas que se hallaban presentes, y
lleváronle luego a enterrar al cementerio de esta ciudad donde queda enterrado;
y para que conste por diligencia lo firmó dicho señor con el presente
secretario”.
Pulido
se retiró silencioso, con lágrimas en los ojos, sin poder volver la cara hacia
aquel sitio donde la muerte estallara contra el pecho de quien había sido su
jefe. En años posteriores jamás quiso
hablar de este trágico día, simplemente callaba, como si quisiera borrarlo de
su pensamiento. “Él no quiere contar nada
(le susurró Sabino Palacio, el Sargento asistente de Pulido, a Napoleón
Sebastian Arteaga Pumar, el primo de tendencia liberal que tanto quiso y
respetó a Pulido, siempre curioso e inquisidor). No se le debía decir, pero se lo voy a contar como si fuera un
secreto de confesión: Mi General era muy amigo del General Piar y cuando éste
lo invitó para rebelarse contra Bolívar, el General se negó a seguirlo, pero no
lo denunció porque según le escuché decir, ningún Pulido traiciona la amistad.
Sin embargo, al descubrirse la conspiración y caer preso el General Piar, a mi
General Pulido lo nombraron secretario del Consejo y no se imagina la inquietud
de ese hombre para quedar bien con su conciencia, se le notaba hasta en la
manera de caminar. Pero lo que más le dolió es tener que decirle, ante la
insistencia de Piar, que su paisano Almirante Brión y su pariente el General
Soublette habían votado contra él. Casi suelto en llanto lo escucho Piar,
desconsolado y enardecido, al leerle la sentencia mi General y en el momento de
la muerte, lo miró con tanta tristeza en sus ojos verdosos que hasta yo, que
soy guapo y estaba presente, tuve también ganas de llorar.
“¡Carajo! –le escuché
decir a mi General- esta vaina me hace recordar a mi abuelo el Marqués del
Boconó cuando le dijo el catalán Puy: ´la palabra es una sola y no se puede
cambiar`…yo tenía que serle leal a Bolívar, pero también a la amistad. Y se
quedo tan silencioso, que durante ocho días no pasó palabra porque sabia que yo
era testigo de la tormenta que conmovía su conciencia”. Arteaga guardó el
secreto pero desde ese momento comprendió y apreció mucho más a su primo en los
largos años de convivencia que les deparó el porvenir. Juntos incluso develaron
conspiraciones godas de madrugadas sorpresivas, emboscadas y asechanzas, y
juntos, fueron también testigos de varios años de guerra brava, tal como lo
había anunciado su eterna abuela María Inés Briceño Pumar de Pulido.
JOSÉ MARÍA CANALES
Y José María Canales, Capitán Federal,
como lo recordaba muy anciana, Rosario Angulo de Canales (su viuda), en su casa
barinesa: “El hombre más buenmozo del llano”, según las propias palabras
de su esposa enamorada hasta la vejez. “Fuimos ricos –continuaba contando-
hasta que llegó la Guerra
de los Cinco Años y José María se marchó con el General Zamora. Parecía un
príncipe encantado con su uniforme azul de charreteras doradas de yo misma le
fabriqué. Jinete en su caballo zaino, entre un mar de banderas amarillas. No se
imaginó nunca con la emoción de la guerra, lo que le esperaba al encresparse
los ánimos y comenzar de nuevo la destrucción. Después, al pasar todo llegó la
pobreza que no habíamos conocido nunca y también la enfermedad. La tropa
enemiga se había llevado el ganado, ni una res dejaron en la sabana del hato,
ni un animal en el patio, hasta las gallinas se comieron, cinco mil hombres
arranchados durante una semana sin que yo pudiera hacer nada entre tanta
maldad. Hasta con los peones arrearon y me quede íngrima y sola cuidando a mi
esposo herido que como un fantasma me llego poco después agonizante de fiebre y
tos, con una boca de sangre en el pecho, cerca del corazón.
A
los pocos días, al agotársenos las provisiones que a duras penas había podido esconder, el hambre nos
venció. Mirábamos para todas partes y ni un viajero en el camino, sólo tierra,
horizonte y nada más. Me dolían los ojos de tanto mirar y sentía cada vez más
miedo al convencerme de que José María se me moriría de mengua entre tanta
soledad. Hasta la leche de mi pecho, pues estaba amamantando a mi hijo recién nacido,
tuve que darle al moribundo para mantenerle las fuerzas mientras nos socorría
alguien para escapar. Serían cosas de Dios, luego de tanto rezar, porque cuando
menos lo esperábamos vi aparecer, en lejanía, un carretón de bueyes que venía
de Santa Inés y en él me lo lleve por los rumbos de la ciudad. Se me murió en
Barinas, una tarde de invierno con sol, y a “Vainilla” no he vuelto más. Hasta escuchar su nombre me da tristeza, pues
me recuerda eso años que espero no volverán jamás”.
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