lunes, 25 de marzo de 2013

EL FUSILAMIENTO DEL GRAL. MANUEL PIAR



EL FUSILAMIENTO DEL GRAL. MANUEL PIAR
 

En Angostura, el Capitán Pulido tuvo que pasar por el amargo y doloroso deber de ser Secretario del Consejo de Guerra en contra del  General Manuel Piar y leerle la sentencia tomada por el tribunal,  tanto en la corte como ante el pelotón de fusilamiento. Recordemos que el General Piar fue juzgado por un tribunal militar en Angostura por cargos de “rebeldía, insubordinación y resistencia al arresto”.

Pulido hace mención en algunas de sus cartas sobre este desgraciado momento, del cual fue participe y donde se juzgo a su amigo y héroe de la Batalla de San Félix: “Yo entonces era Capitán ascendido en Barcelona, en el año 16, por el mismo General Piar, de la primera compañía del batallón de aquel nombre que pareció en el segundo asalto de la Casa Fuerte de aquella ciudad, de donde me salve de milagro, en abril de 1817, y me reuní con el Ejercito Libertador en las misiones de Guayana, donde se me destino a mandar la primera compañía de “Cazadores de Honor”, al mando del coronel Espinosa, y por estar de secretario de aquella causa, no puede con mi cuerpo a la Hogaza, donde pereció todo el”.

Pero dejemos que sea el propio Capitán Pulido quien nos “relate” esta ingrata experiencia. Especialmente aquella escena, al final del juicio, tan penosa como escalofriante: Cuenta que al leérsele, por tres veces, la sentencia de muerte,  el valiente y siempre orgulloso General Piar, reaccionó de un modo inesperado. Al llegar al concepto de ser pasado por las armas, se paró, gritó, rasgó la camisa, tomó el lente que cargaba colgando del cuello y cayó diciendo: “me dejan sacrificar”. Inmediatamente, dice el Capitán Pulido, Piar fue ayudado por el General Soublette y otros oficiales quienes “lo consolaron, recordándole la serenidad que siempre había mantenido, hasta en los momentos más difíciles de la guerra”. La segunda lectura de la sentencia la realizó Pulido en el sitio del fusilamiento. La leyó de nuevo y se retiró luego “sin ver otra cosa”.

            En sus palabras, Pulido dice: “El General Piar murió en la plaza de Angostura, a 16 de octubre de 1817. Yo, el infraescrito Secretario, doy fe que en virtud de la sentencia de ser pasado por las armas, dada por el Consejo de Guerra, S.E. el General Manuel Piar y aprobada por el S.E. el jefe Supremo (Bolívar), se le condujo en buena custodia dicho día a la plaza de esta ciudad, en donde se hallaba el señor General Carlos Soublette, Juez Fiscal en este proceso, y estaban formadas las tropas para la ejecución de la sentencia, y habiéndose publicado el  bando por el Señor Juez Fiscal, según previene las ordenanzas, puesto el reo de rodilla delante de la bandera y leídosele  por mí la sentencia en alta voz, se pasó por las armas a dicho Señor General Manuel Piar, en el cumplimiento de ella, á las cinco de la tarde del referido día; delante de cuyo cadáver desfilaron en columna las tropas que se hallaban presentes, y lleváronle luego a enterrar al cementerio de esta ciudad donde queda enterrado; y para que conste por diligencia lo firmó dicho señor con el presente secretario”.

            Pulido se retiró silencioso, con lágrimas en los ojos, sin poder volver la cara hacia aquel sitio donde la muerte estallara contra el pecho de quien había sido su jefe.  En años posteriores jamás quiso hablar de este trágico día, simplemente callaba, como si quisiera borrarlo de su pensamiento. “Él no quiere contar nada (le susurró Sabino Palacio, el Sargento asistente de Pulido, a Napoleón Sebastian Arteaga Pumar, el primo de tendencia liberal que tanto quiso y respetó a Pulido, siempre curioso e inquisidor). No se le debía decir, pero se lo voy a contar como si fuera un secreto de confesión: Mi General era muy amigo del General Piar y cuando éste lo invitó para rebelarse contra Bolívar, el General se negó a seguirlo, pero no lo denunció porque según le escuché decir, ningún Pulido traiciona la amistad. Sin embargo, al descubrirse la conspiración y caer preso el General Piar, a mi General Pulido lo nombraron secretario del Consejo y no se imagina la inquietud de ese hombre para quedar bien con su conciencia, se le notaba hasta en la manera de caminar. Pero lo que más le dolió es tener que decirle, ante la insistencia de Piar, que su paisano Almirante Brión y su pariente el General Soublette habían votado contra él. Casi suelto en llanto lo escucho Piar, desconsolado y enardecido, al leerle la sentencia mi General y en el momento de la muerte, lo miró con tanta tristeza en sus ojos verdosos que hasta yo, que soy guapo y estaba presente, tuve también ganas de llorar.

            “¡Carajo! –le escuché decir a mi General- esta vaina me hace recordar a mi abuelo el Marqués del Boconó cuando le dijo el catalán Puy: ´la palabra es una sola y no se puede cambiar`…yo tenía que serle leal a Bolívar, pero también a la amistad. Y se quedo tan silencioso, que durante ocho días no pasó palabra porque sabia que yo era testigo de la tormenta que conmovía su conciencia”. Arteaga guardó el secreto pero desde ese momento comprendió y apreció mucho más a su primo en los largos años de convivencia que les deparó el porvenir. Juntos incluso develaron conspiraciones godas de madrugadas sorpresivas, emboscadas y asechanzas, y juntos, fueron también testigos de varios años de guerra brava, tal como lo había anunciado su eterna abuela María Inés Briceño Pumar de Pulido.


JOSÉ MARÍA CANALES

      Y José María Canales, Capitán Federal, como lo recordaba muy anciana, Rosario Angulo de Canales (su viuda), en su casa barinesa: “El hombre más buenmozo del llano”, según las propias palabras de su esposa enamorada hasta la vejez. “Fuimos ricos –continuaba contando- hasta que llegó la Guerra de los Cinco Años y José María se marchó con el General Zamora. Parecía un príncipe encantado con su uniforme azul de charreteras doradas de yo misma le fabriqué. Jinete en su caballo zaino, entre un mar de banderas amarillas. No se imaginó nunca con la emoción de la guerra, lo que le esperaba al encresparse los ánimos y comenzar de nuevo la destrucción. Después, al pasar todo llegó la pobreza que no habíamos conocido nunca y también la enfermedad. La tropa enemiga se había llevado el ganado, ni una res dejaron en la sabana del hato, ni un animal en el patio, hasta las gallinas se comieron, cinco mil hombres arranchados durante una semana sin que yo pudiera hacer nada entre tanta maldad. Hasta con los peones arrearon y me quede íngrima y sola cuidando a mi esposo herido que como un fantasma me llego poco después agonizante de fiebre y tos, con una boca de sangre en el pecho, cerca del corazón.

            A los pocos días, al agotársenos las provisiones que a duras  penas había podido esconder, el hambre nos venció. Mirábamos para todas partes y ni un viajero en el camino, sólo tierra, horizonte y nada más. Me dolían los ojos de tanto mirar y sentía cada vez más miedo al convencerme de que José María se me moriría de mengua entre tanta soledad. Hasta la leche de mi pecho, pues estaba amamantando a mi hijo recién nacido, tuve que darle al moribundo para mantenerle las fuerzas mientras nos socorría alguien para escapar. Serían cosas de Dios, luego de tanto rezar, porque cuando menos lo esperábamos vi aparecer, en lejanía, un carretón de bueyes que venía de Santa Inés y en él me lo lleve por los rumbos de la ciudad. Se me murió en Barinas, una tarde de invierno con sol, y a “Vainilla” no he vuelto más.  Hasta escuchar su nombre me da tristeza, pues me recuerda eso años que espero no volverán jamás”.


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